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La Cultura de los Valores. Una sociedad mejor desde Jaraíz. Revista de Ferias 2021


Las sociedades de nuestro tiempo tienden a correlacionar evolución con mayor bienestar, ya sea económico, social, tecnológico o científico, de toda esa ecuación falta la variable humanística. Me atrevo a corroborar, desde las primeras líneas de este texto, una afirmación categórica, no hay progreso real sin una cultura en valores, tal es así que, las grandes civilizaciones a lo largo de la historia, han caído en profundas crisis precisamente por no estar sujetas a una escala de comportamientos.

El deterioro institucional y empresarial parte de una falta de ética, ya sea pública o en los negocios, y se fundamenta en la pérdida de la función social, parte inherente de una buena toma de decisiones. En el caso de la ejemplaridad pública esa fundamentación se canaliza mediante la visión social, lo que se ha venido conociendo como la búsqueda del bien común. Pero, ¿son buenos o malos nuestros representantes públicos, son buenos o malos nuestros líderes empresariales?, ¿Quiénes son ellos, más que individuos en sí mismos? Los problemas de las instituciones son en realidad los problemas de las personas, de la cultura social y organizativa.

Todos somos parte de ese bien común, nuestras acciones se incardinan en un conjunto de todas aquellas que ejecutan otros, formando así una comunidad vinculada. La interdependencia es cada vez mayor y las sociedades han crecido en complejidad, no hay decisión individual con consecuencias aisladas, todas ellas interfieren en el total, en definitiva, en el resultado final. La actual pandemia es un ejemplo de ello, una decisión tomada en un país a cientos de kilómetros afecta inevitablemente a nuestro día en Jaraíz, pero también a la inversa, un ciudadano local que viaja infectado por Covid-19 está interactuando en la escala de decisiones de ese lugar al que pretende llegar, expandiendo sin límites una grave enfermedad de ámbito global.

La cultura de los valores es, por tanto, transversal, con movimientos en horizontal, pero también en vertical, de los ciudadanos de un lugar a los habitantes de otro, de las instituciones a las personas y de éstas a las corporaciones o entidades empresariales. Esa interdependencia debe comprometernos a cada uno de nosotros en conformar un ideario colectivo, la deshumanización es un virus también, invisible, pero que contagia y mata a nuestras sociedades. Tal es así que, cuando existe un terreno firme y abonado para ello, con debilidades éticas y morales, el circuito en su integridad queda dañado. Todo parte del individuo, de la particularidad, pero con connotaciones colectivas.

Para construir dicho marco general de la cultura en valores, es necesaria la internalización de las normas éticas y de conducta, entendido este proceso como el paso entre la existencia de un conjunto de principios, valores y comportamientos y la creencia firme en los mismos. En lo referente a esta cuestión, la filósofa Victoria Camps se manifiesta en los siguientes términos: “una norma social internalizada tiene, así, una dimensión emotiva que hace que el individuo sienta orgullo al cumplirla y vergüenza si deja de hacerlo. Pero internalizada significa sentida, no sólo sabida”. Esta afirmación es lo suficientemente clarividente como para reforzar esa idea de prevención, paso previo a la represión, manifestada en los diferentes estadios del marco integral colectivo. Por tanto, la conducta en valores éticos, de buenas prácticas y de buen gobierno en el caso de las instituciones, no deberían ser otra cosa que la exteriorización de lo que el individuo siente como propio. Un referente en este sentido es la prestigiosa filósofa Adela Cortina, que también comparte esta visión educacional del individuo, asegurando que la “confianza no se logra multiplicando los controles y las sanciones, sino reforzando los hábitos y las convicciones personales”.

El individuo, como actor social, parte necesaria en la conformación de ese marco integral, tiene en su núcleo familiar el referente de comportamiento. Esta institución fundamenta toda la carrera vital de una persona, su papel hace entendible al recién llegado, al niño, al adolescente, su situación para con los demás y los comportamientos que son aceptados, es decir, la pauta a seguir. En definitiva, la función social de la familia es, por tanto, indelegable, insustituible. Si nos detenemos en el primer capítulo del libro Ética para Amador, de Fernando Savater («De qué va la ética»), define la ética como “el arte de vivir, el saber vivir, por lo tanto, el arte de discernir lo que nos conviene (lo bueno) y lo que no nos conviene (lo malo)”, ese es el papel fidedigno de un progenitor, su parte irrenunciable como educador del carácter individual. Ni las instituciones ni la sociedad deben acarrear con las consecuencias de la no observancia de este principio humano y natural, la correcta incorporación a la vida en comunidad, por definición, pluralista.

Por tanto, hay políticos mejores o peores, médicos mejores o peores, profesores mejores o peores, también sacerdotes mejores o peores, pero cuestión distinta es si son ciudadanos buenos o malos, es decir, los primeros son aquellas personas que integran en su profesión una escala de valores propia, con independencia de las capacidades y destrezas profesionales, los segundos sólo actúan en su interés más personal, siendo las consecuencias a terceros un mal necesario. Valores como el esfuerzo, el sacrificio o la constancia son cualidades que nos refuerzan como trabajadores, pero la empatía, la solidaridad, la tolerancia o el respeto, nos constituyen como individuos sociales, esa es la sana libertad individual, el ser capaces no de vivir, sino de convivir e interactuar, una auténtica sociedad democrática.

La grave situación que nos ha acompañado en los últimos tiempos nos ha evidenciado que no hay libertad sin corresponsabilidad social, la falta de ésta ha logrado cristalizar los verdaderos problemas que tenemos como sociedad, el no ser capaces de poner límites morales que estén fuera del castigo y la sanción como control. Hemos estandarizado la prohibición como la justificación jurídica o legal que resolvía el conflicto, un sucedáneo de la empatía o el respeto a los demás, verdaderos valores educacionales y personales. Todo ello nos ha llevado a popularizar frases del Estado paternalista, tales como: “si no está prohibido está permitido”, como si ello zanjara la controversia final, el fallecimiento de miles de españoles contagiados, causa última de aquellos eventos sin guardar las medidas sanitarias. No hay que prohibir para discernir lo que está bien de lo que está mal, simplemente hay que formar a nuestro capital social, tal y como acuñó Tocqueville, para reforzar las relaciones interpersonales y el beneficio de la sociedad en su conjunto.

En conclusión, para transformar la sociedad debemos empezar por nosotros mismos, de lo particular a lo general, del individuo a las instituciones, de la casa al colegio o a la Universidad. No desviemos de nuestro estricto entorno lo que son obligaciones indelegables. Los ciudadanos crecen en sus casas, los profesionales en las aulas. Así también lograremos un Jaraíz mejor, una Extremadura mejor, una España mejor.

¡Felices Fiestas, paisanos!

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